Salta a la vista, y ha sido dicho en numerosas ocasiones, cuál es la filiación espiritual de los cuadros de Miguel Macaya. Los tenebristas barrocos, desde luego, pero también Rembrandt, del que uno se acuerda ante la imagen de un bovino de perfil.


Y, cómo no, sobre todo pocos meses después de la magnífica exposición, la línea que enlaza Velázquez, Goya y Manet. Subrayo que de todo ello se ha hablado mucho a propósito de su obra, pero eso no tendría otro valor que el retórico, o de relleno, si fuera reducido a una cuestión de estilo, la del pintor español que recurre a sus antepasados más ilustres en busca de colocación.

Al margen de que en algunas ocasiones aisladas él haya optado por un ambiente general más luminoso, es evidente que se mueve en el territorio de las tinieblas. Sean pingüinos o humanos, las criaturas retratadas parecen estar viviendo en ese ámbito, que ellos mismos han escogido y a donde no llega luz alguna, Viviendo al margen del contacto social, la imagen aislada de ellos mismos que se nos ofrece parece posible gracias a un necesario destello de luz, usado por el pintor para verlos y mostrárnoslos. Ellos, sintiéndose descubiertos, miran de reojo, y a veces con temor, como si no quisieran afrontar una situación que les incomoda. Es el caso del hombre que sostiene un pequeño pájaro en la mano, pero también lo es el de los diversos pingüinos que aparecen, los cuales no se atreven a girar por completo la cabeza. No siempre ocurre eso: el hombre del cigarro en la mano mira de frente, pero lo hace de una forma que parece distante, como si reclamara aislamiento y dijera que no quiere ser molestado. En otras ocasiones las figuras miran de manera frontal, pero se han provisto de una herramienta que los oculta. Así ha obrado el boxeador –con una mano vendada, personaje visiblemente desvalido-, el cual ve pero, semioculto tras su gorro de protección, no quiere ser visto.

Debido a la afinidad que el pintor establece entre figuras humanas y animales, no sería raro que el espectador se preguntase si el cuadrúpedo que parece una cebra lo es de verdad o en realidad es un caballo que ha recurrido al truco de pintarse unas rayas negras para camuflarse. Porque eso es lo que parece el interés principal de muchas de estas figuras, algunas de las cuales, lo hemos visto, parecen golpeadas y heridas. Se esconden para no molestar y, mejor aun, pasar desapercibidas. Instaladas en las tinieblas, evitan las situaciones violentas, las posibles agresiones. Situados más allá del margen, sólo la luz fugaz que al pintor permite descubrirles les ha iluminado. Así, la pintura saca a la luz aquello que desea permanecer oculto. «Una presencia casi irreal», ha dicho Marie-Claire Uberquoi a propósito de estos seres. Una apariencia cercana a lo fantasmagórico, de tanto como se han acostumbrado a la placidez de lo que no puede ser visto.

Su obra coincide con cierta pintura antigua en el empleo de luces y sombras, en tonos y colores, y en la disposición de las figuras y de los fondos. Una pintura antigua que no es la de lenguaje más clásico posible, pese a que en ella –en la de Miguel Macaya- no haya estridencias ni complicaciones y sí sencillez compositiva y claridad en la propuesta. Una sencillez que no está reñida con la extrañeza que presentan los temas y las actitudes de los que aparecen en sus cuadros. Temas que o no pertenecen a la tradición (los pingüinos, los buzos y las cebras no suelen entrar en los estudios de iconografía artística) o cuando sí lo son (perros, caballos, personas en general…) normalmente no guardan en sus lienzos la dignidad que se supone a los géneros tradicionales. Sucede con el perro equilibrista, que con gran esfuerzo trata de no caer al suelo, de ese torero algo mayor para estar vestido de luces y continuar ejerciendo. O del caballo en corveta, que da un salto enmedio de la nada. Un salto aparentemente absurdo, o en cualquier caso inexplicable para el espectador, fascinado en muchos casos ante el espectáculo de todas estas criaturas de actitudes frágiles y comportamiento muchas veces incongruente.

Se ha hablado de la relación que en estos cuadros hay entre las figuras y el espacio oscuro que las rodea. Algo que Miguel Macaya también establece en los bodegones que realiza con varios tipos de frutos (manzanas, granadas…). La incertidumbre del cuerpo que pertenece a dos realidades, la material y la otra, se enseña aquí en el equilibrio necesario que esas figuras establecen con la propia materia. En esos cuadros, como en muchos otros de los suyos, habitualmente texturizados y rugosos, existe un vínculo inmediato de ida y vuelta entre esas formas representadas y aquello de lo cual están hechas. Una materia que las forma pero que en ocasiones es ofrecida de manera autónoma, a la manera de la llamada pintura abstracta. A propósito de esto, habrá que volver a aludir al cuadro grande de la cebra, con su sombra marcada de una manera visible. Si uno observa la tela desde cerca se cerciora de que el propósito del pintor al realizar una mancha tosca es el de sugerir una imagen esquemática de algo -la sombra- que es un reflejo ligado a un cuerpo, a una imagen.