MIGUEL MACAYA O LOS RETRATOS DE LA DERROTA
Los cuadros de Miguel Macaya son una explosión de sombra y un juego de luces. La sombra se multiplica y se instala en los perfiles de los cuerpos, mientras resalta sus formas y acentúa sus volúmenes.
Al mismo tiempo, la sombra ocupa fragmentos de los cuerpos desnudos. La piel blanquecina de una mujer que observa un vegetal aparece manchada de zonas umbrías: la espalda y las nalgas, los brazos que se cruzan para que se junten las manos. El rostro de esta mujer es una sombra que destaca sobre un fondo de sombra más profunda. Sólo el pecho destaca en la tela como un foco de claridad. Así, el personaje surge más insinuado que cierto, más sugerido que rotundo. Hay una cara que se nos ofrece de perfil, algo inclinada en la contemplación, absorta y distante. Como si la simple contemplación de un vegetal tuviera el mágico poder de diluirnos entre las sombras, mientras existimos y no existimos, criaturas surgidas de la oscuridad, condenadas a recibir sólo puntos de claridad.
Macaya se recrea en las figuras humanas. Sus retratos juegan con elementos de misterio. Cada pincelada tiene la rotundidad de aquello que se desea plasmar con certeza, pero combina también la sugestión de los claroscuros. Me impresiona especialmente el retrato de un rostro de hombre. Es una cabeza que de nuevo se sitúa de perfil. No debe extrañarnos, porque el pintor opta preferentemente por los rostros que no se nos muestran plenamente, que no se exhiben, sino que se recortan. En un fondo negro, destaca la camisa negra, las sombras negruzcas de la sotabarba y el cuello. Después, unas manos que se elevan sujetando un pañuelo rojo. No sabemos de quién son esas manos. ¿A quién pertenecen? Las manos atan, en un gesto que no admite réplicas, el pañuelo a los ojos del hombre oscuro. Las manos pretenden, pues, privarle de la luz, cegarlo. No puedo dejar de pensar que los retratos de Macaya insinúan historias que nos llenan de interrogantes, historias que se escriben con espacios en blanco, relatos que deberemos completar nosotros mismos, si queremos descubrir su continuación. Historias que se esbozan en una tela y que no tienen punto final. Si acaso, puntos suspensivos.
Macaya retrata toreros. Un torero vestido de negro y oro, que nos mira fijamente. Lleva la capota apoyada en un brazo, la corbata de un rojo sanguinolento, los hombros rígidos, echados hacia atrás. Sin embargo, en su rostro está escrita toda la desolación de la tierra, un gesto de derrota que se concreta en el rictus de los labios, inclinados hacia abajo, en una herida minúscula, casi imperceptible, en el labio superior, por la que se escapa cualquier hilo de esperanza. El hombre tiene las mejillas enjutas. Los huesos se marcan en sus mejillas y trazan surcos en ellas, como si la piel fuera la tierra. La mirada contiene una tristeza profunda.
Hay otro retrato que es un torero de espaldas. La imagen de nuevo impresiona por la rotundidad de los contrastes que representa. La espalda es la chaqueta dorada. Dorado de trigo demasiado maduro, de oro viejo, de moneda antigua que ha pasado por muchos cofres, que han tocado muchas manos. Dorado manchado de sombras que se diluyen en un fondo de negro profundo. El pintor dibuja pozos muy hondos y muy negros de donde surge la fuerza de sus figuras, salvajemente solitarias. El torero que está de espaldas no nos muestra su rostro. Lo mantiene vuelto de perfil, diluido por completo en la oscuridad.
Hay un torero cubierto con una capa oscura y una capellina más oscura todavía. Ambas proyectan capas en su rostro macilento, de cera. Él mismo parece un toro que hubiera de saltar de la tela y arrojarse a nuestro cuello. ¿Esconde la rabia o la tristeza? ¿Quizá oculta el desamparo? Hay un torero sentado en una silla, las manos sobre los muslos.
Otro lleva una capa blanca con dos rayas doradas, sobre un hombro. Todos los toreros tienen la misma expresión de derrota escrita en la cara. ¿Es la fatiga o la muerte eso que no podemos leer en ella? No importa. De todos modos, a veces, la fatiga y la muerte son una misma cosa.
Macaya pinta objetos, materias muertas trasladadas a la tela. Hay tarros de vidrio donde reposan vegetales, tarros de cerámica con pinceles y tinturas, bulbos con formas extrañas, limones que no parecen robados del huerto de las Hespérides, sino que nos recuerdan naturalezas quietas, casi inertes. Quizá nos recuerdan aquel poema de Gabriel Ferrater que se titula «Tres llimones» (‘Tres limones’) y nos los presenta inmóviles, a punto de ser observados, a la orilla de un camino. Hay un cuadro que es un perro que escapa, dejando un gran desparramamiento de frutas a su alrededor. Él debe haber sido el causante del alboroto, pero es otra sombra que se recorta entre las sombras. Sólo eso. En la pintura de Macaya, la luz existe en función de las sombras. Las sombras son siempre el trasfondo de la luz, el lugar donde se proyecta. Entonces surgen rostros casi siempre de perfil. Nunca antes nos habíamos atrevido a creer que un perfil pudiera contener la medida del espanto, la rigidez de intuir la soledad humana, el espanto de sabernos criaturas mortales. Ese espanto aparece escrito en los cuadros de Macaya, donde la dureza se combina con la fragilidad, donde la desnudez de los cuerpos y de los objetos nos recuerda que somos terriblemente vulnerables. Macaya tiene las pinceladas contundentes de quien, cuando retrata a una persona o un objeto, traslada toda una historia al lienzo. Macaya sabe difuminar contornos, pero mantiene siempre la fijeza de un rictus, aquella forma dura del contorno de un rostro, la soledad espléndida de una figura que mira hacia el vacío. En cada una de sus figuras, Macaya sabe plasmar la certeza del dolor y la incertidumbre de vivir. Se trata de una curiosa combinación que descubrimos poco a poco, cuando nos entretenemos en la contemplación de sus cuadros. Unos cuadros que rescatan las figuras y los objetos de la tradición, pero que los dotan de los aires nuevos de unos tiempos casi apocalípticos.